Historia del Ojo/primera parte: EL OJO DEL GATO

Historia del Ojo, de Georges Bataille.
…EL OJO DEL GATO
Crecí muy solo y desde  que tengo  memoria  sentí  angustia  frente  a todo lo sexual. Tenía cerca de 16 años cuando en la playa de X encontré a una  joven de mi edad,  Simona. Nuestras  relaciones  se precipitaron porque  nuestras  familias  guardaban   un  parentesco  lejano.  Tres  días después de habernos  conocido, Simona y yo nos encontramos  solos en su  quinta.  Vestía  un  delantal  negro  con  cuello  blanco  almidonado. Comencé  a  advertir   que  compartía   conmigo   la  ansiedad   que  me producía  verla, ansiedad  mucho  mayor  ese día porque  intuía  que  se encontraba  completamente  desnuda  bajo su delantal.
Llevaba medias de seda negra que le subían  por encima de las rodillas; pero aún no había podido verle el culo (este nombre  que Simona y yo empleamos  siempre, es para mí el más hermoso  de los nombres  del sexo). Tenía la impresión  de que si apartaba  ligeramente  su delantal por atrás, vería sus partes impúdicas  sin ningún reparo.
En el rincón  de un corredor  había  un plato  con leche para  el gato: “Los platos están hechos para sentarse”,  me dijo Simona. “¿Apuestas a que me siento en el plato?” —”Apuesto a que no te atreves”, le respondí, casi sin aliento.
Hacia muchísimo  calor.  Simona  colocó  el plato  sobre  un  pequeño banco, se instaló  delante  de mí y, sin separar  sus ojos de los míos, se sentó  sobre  él  sin  que  yo  pudiera   ver  cómo  empapaba   sus  nalgas ardientes   en  la  leche  fresca.  Me quedé  delante  de  ella,  inmóvil;  la sangre subía a mi cabeza y mientras  ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía  mis pantalones,  yo temblaba.
Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por primera  vez vi su carne “rosa y negra” que se refrescaba  en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos el uno como el otro. De repente  se levantó  y vi escurrir la leche a lo largo de sus piernas, sobre  las medias. Se enjugó con un  pañuelo,  pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado  en el banco, por encima  de mi cabeza y yo me froté vigorosamente  la verga sobre la ropa, agitándome  amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante  sin que nos hubiésemos  tocado;  pero  cuando  su madre  regresó,  aproveché,  mientras yo permanecía sentado y ella se echaba tiernamente  en sus brazos, para levantarle  por atrás el delantal sin que nadie lo notase y poner mi mano en su culo, entre sus dos ardientes  muslos.
Regresé corriendo  a mi casa, ávido de masturbarme   de nuevo; y al día siguiente  por la noche estaba  tan ojeroso  que Simona, después  de haberme  contemplado  largo rato,  escondió  la cabeza en mi espalda  y me dijo seriamente  “no quiero que te masturbes  sin mí”.
Así empezaron  entre  la jovencita y yo relaciones  tan cercanas  y tan obligatorias  que nos era casi imposible pasar una semana sin vernos. Y sin embargo, apenas hablábamos de ello. Comprendo  que ella experimente los mismos sentimientos  que yo cuando  nos vemos, pero me es difícil describirlos.  Recuerdo un día cuando viajábamos a toda velocidad  en auto  y atropellamos  a una  ciclista  que debió  haber  sido muy joven y muy bella: su cuello había  quedado  casi decapitado  entre  las ruedas.  Nos detuvimos  mucho  tiempo,  algunos  metros  más adelante, para  contemplar  a la muerta.  La impresión  de horror  y de desesperación que nos provocaba ese montón de carne ensangrentada, alternativamente  bella o nauseabunda,   equivale  en parte  a la impresión  que resentíamos  al mirarnos.  Simona es grande y hermosa.  Habitualmente es muy sencilla: no tiene nada  de angustiado  ni en la mirada  ni en la voz. Sin embargo,  en lo sexual se muestra  tan  bruscamente   ávida de todo lo que violenta  el orden  que basta  el más imperceptible  llamado de los sentidos para que de un golpe su rostro adquiera  un carácter que sugiere  directamente   todo  aquello  que  está  ligado  a  la  sexualidad profunda,  por  ejemplo:  la sangre,  el terror  súbito,  el crimen,  [30] el ahogo, todo lo que destruye  indefinidamente   la beatitud  y la honestidad  humanas. Vi por primera  vez esa  contracción   muda  y absoluta (que yo compartía)  el día en que se sentó  sobre  el plato  de leche. Es cierto  que  apenas  nos  mirábamos   fijamente,  excepto  en  momentos parecidos.  Pero  no  estamos  satisfechos  y sólo jugamos durante  los cortos momentos  de distensión  que siguen al orgasmo.
Debo  advertir  que  nos  mantuvimos   largo  tiempo  sin  acoplarnos. Aprovechábamos  todas  las circunstancias  para  librarnos  a actos poco comunes.  No sólo  carecíamos  totalmente   de pudor,  sino  que  por  lo contrario  algo impreciso  nos obligaba a desafiarlo  juntos, tan impúdicamente como nos era posible. Es así que justo después de que ella me pidió que no me masturbase solo (nos habíamos  encontrado en lo alto de un acantilado),  me bajó el pantalón  me hizo extenderme por tierra; luego  ella se alzó  el vestido,  se sentó  sobre  mi  vientre  dándome  la espalda  y empezó  a orinar  mientras  yo le metía  un dedo  por el culo, que  mi  semen  joven  había  vuelto  untuoso.  Luego se acostó,  con  la cabeza  bajo mi verga, entre mis piernas;  su culo al aire hizo que  su cuerpo cayera sobre mí; yo levanté la cara lo bastante  para mantenerla a la altura  de su culo: —sus rodillas  acabaron  apoyándose  sobre  mis hombros—.  “¿No puedes  hacer  pipí  en el aire  para  que  caiga en mi culo?”, me dijo “—Sí, le respondí,  pero  como estás colocada,  mi orín caerá forzosamente  sobre  tus ropas  y tu cara—.” “¡Qué importa!”  me contestó.
Hice lo que me dijo, pero apenas lo había hecho la inundé  de nuevo, pero esta vez de hermoso y blanco semen.
El olor de la mar se mezclaba entretanto con el de la ropa mojada, el de nuestros  cuerpos desnudos  y el del semen. Caía la tarde y permanecimos  en esta  extraordinaria   posición  sin movernos,  hasta  que escuchamos unos pasos que rozaban la hierba.
—”No te muevas, te lo suplico”, me pidió Simona. Los pasos se detuvieron pero nos era imposible ver quién se acercaba. Nuestras  respiraciones se habían cortado al unísono. Levantado así por los aires, el culo de Simona representaba  en verdad una plegaria todopoderosa,  a causa de  la  extrema  perfección  de  sus  dos  nalgas,  angostas   y  delicadas, profundamente   tajadas;  estaba  seguro  de que  el hombre  o la mujer desconocidos  que la vieran sucumbirían  de inmediato  a la necesidad de masturbarse   sin fin al mirarlas.  Los pasos  recomenzaron,   precipitándose, casi en carrera;  luego vi aparecer  de repente  a una encantadora joven rubia, Marcela, la más pura y conmovedora  de nuestras  amigas.

Estábamos  tan  fuertemente  arracimados   en nuestras  horribles  actitudes  que  no  pudimos   movernos   ni  siquiera   un  palmo  y  nuestra desgraciada   amiga  cayó  sobre  la  hierba   sollozando.   Sólo  entonces cambiamos   nuestra   extravagante   posición   para   echarnos   sobre   el cuerpo  que se nos libraba  en abandono.  Simona le levantó la falda, le arrancó  el calzón y me mostró,  embriagada,  un nuevo culo, tan bello, tan puro,  como el suyo. La besé con rabia  al tiempo  que la masturbaba:  sus piernas se cerraron  sobre los riñones  de la extraña  Marcela que ya no podía disimular  los sollozos.
—Marcela  —le dije—,  te  lo suplico,  ya no  llores.  Quiero  que  me beses en la boca...
Simona le acariciaba  sus hermosos  cabellos lisos y la besaba afectuosamente por todas partes.
Mientras  tanto,  el cielo se había  puesto  totalmente  oscuro  y, con la noche, caían gruesas gotas de lluvia que provocaban  la calma después del agotamiento  de una jornada  tórrida  y sin aire. El mar empezaba  un ruido  enorme  dominado   por  el fragor  del trueno,  y los relámpagos dejaban   ver  bruscamente,   como  si  fuera  pleno  día,  los  dos  culos masturbados   de  las  muchachas   que  se  habían  quedado  mudas.  Un frenesí brutal animaba          nuestros cuerpos. Dos          bocas juveniles se disputaban   mi  culo,  mis  testículos  y mi  verga;  pero yo no  dejé  de apartar   piernas  de  mujer,  húmedas   de  saliva  o  de  semen,  como  si hubiese querido huir del abrazo de un monstruo,  aunque ese monstruo no fuera más que la extraordinaria   violencia de mis movimientos.  La lluvia caliente  caía por  fin en torrentes  y nos bañaba  todo  el cuerpo enteramente  expuesto  a su furia. Grandes truenos  nos quebrantaban y aumentaban cada  vez más  nuestra   cólera,  arrancándonos    gritos  de rabia, redoblada  cada vez que el relámpago  dejaba ver nuestras  partes sexuales. Simona había caído en un charco de lodo y se embarraba el cuerpo  con furor:  se masturbaba   con la tierra  y gozaba violentamente, golpeada  por  el aguacero,  con  mi  cabeza  abrazada  entre  sus piernas sucias de tierra, su rostro enterrado  en el charco donde agitaba con brutalidad   el culo de Marcela, que  la tenía  abrazada  por  detrás, tirando  de su muslo para abrírselo con fuerza.